25/11/14

LOS ENTIERROS MALDITOS

Después del fallecimiento de varios de los Ruices Oduardo en Yaguaraparo y la marcha de sus descendientes de vueltas a España, surgieron otros colonos atraídos por la fertilidad de las tierras, surgiendo apellidos como: Gómez, Venturini, Borgo, los Felce y los Ravelo.

Surgieron en la faceta del ambiente pueblerino, “señores” de la época, compradores y fundadores de grades extensiones de terrenos, cuyos al enriquecerse emigraban a otros lugares para disfrutar de sus fortunas.

Como no existían bancos financieros en aquella época, cuantiosas fortunas en oro (morocotas), plata y otras de cobre, eran depositadas en baúles de madera de cedro, cazuelas o “tinajones” de arcilla cocida. Estas riquezas eran guardadas celosamente por sus propietarios, cuyos a veces la enterraban en un sitio determinado y marcado “por si las mosca” se extraviaba en la oscuridad de la tierra.

Al fallecer el dueño del tesoro o de súbito por accidente, enfermedad, asesinado o por otra incidencia, el tesoro oculto se perdía, quedando al transcurso a expensa de quien lo encontrara primero.

A partir de los años 1950 los entierros en la población de Yaguaraparo, comenzaron a ser descubiertos en sus adyacencias, convirtiéndose esta manifestación en una tradición popular, codiciada y terrorífica.

Para poder tener posesión de un entierro había que ser designado por el espíritu del difunto que en otrora fue dueño de la fortuna enterrada. Comentaban que el muerto desandaba en pena y para tener descanso eterno, tenía que entregarle su tesoro a un elegido, porque el entierro pasaba a ser maldito si era guardado en las entrañas del suelo.

El difunto se le aparecía en sueños y visiones al elegido, explicándole con detalles donde estaba el entierro y le anexaba a sus apariciones constantes, ciertas instrucciones, con la finalidad que su alma descansara en paz. El elegido quedaba en el deber de efectuarle 30 misas después de haber sacado la pequeña fortuna. Otra razón para realizar las misas era de acuerdo a la riqueza en general del entierro.

Si el elegido no cumplía con el convenio, misteriosamente perdía fácil el dinero y quedaba en la ruina, algunas veces moría en forma misteriosa y en accidentes dantescos y siniestros sus amados más cercanos.

Este acontecimiento asombroso y totalmente real pasó a ser una tradición en el quehacer cultural del pueblo y se extendió la fama del hecho folclórico en toda la región. Esta manifestación del tesoro, cual había que sacarlo a media noche, fue dividido en dos maneras: el entierro maligno y el entierro benigno.

El primero consistía en que tenían que ir dos o tres a sacar el entierro, convidados por el elegido y donde el muerto imponía las reglas:
“Vayan dos y venga uno”
Ó “vayan tres y vengan dos”
El segundo entierro o el benigno se constituía generalmente en las 30 o más misas.

(Esto es un relato basado en la vida real)
EL ENTIERRO MALDITO
Terror a media noche

Eran las tres de la tarde.
Manuel Sucre lucía su traje dominguero, calzaba alpargatas suela de cuero y tapaba su brillante calvicie con un sombrero “pelo de guama”. Después de terciarse entre pecho y espalda las finas correas del mapire, se ajusta bien el cinturón para luego con parsimonia introducir en el mapire, un “cuartillo de ron el Paují” conocido popularmente como el pajarito.

Manuel Sucre sale del bahareque destartalado por los años, al sentir la fresca brisa en su curtida piel de campesino, por un momento siente diminutas agujas de luz que irrumpen la claridad de sus pupilas y casi cegado por el fulgor de la tarde, parpadea violentamente para despejar de las retina la intensa claridad del sol.

Se acomoda el mapire en la espalda, terciando la correílla sobre el hombro, sin dejar de tocar repetidamente el envoltorio en el interior del bolso de tejidos de palmas. Era el “Cuartillo de Ron” que había preparado con ácido muriático y mientras palpaba aquella muerte anunciada, hacía memorias explorando su reciente quimera y su ambigua ambición lo trastocaba, esto le recordaba las palabras que el espíritu del difunto le había expresado bien claro, “vallan dos y venga uno” con este pensamiento macabro, macilento aligeró el paso.

Al adentrarse en una de las calles encintadas con arbustos y hierbas del viejo caserío, allí lo vio, jugueteando con el polvo de la acera, era inocente aquel muchacho de anguloso rostro y espaldas anchas, el hijo de su compadre, al que había destinado como ofrenda de sacrificio al espíritu del entierro. Se acercó paulatino a Melecio, sus ojos brillaron con incandescencias malignas.

- ¡Melecio! ¿En qué estas pensando?
- ¡Don Manuel! lo estaba esperando, aquí está lo que me mandó a comprar.
-¡Ha! El litro de Ron, dámelo para echarme un traguito.

El muchacho de gruesas y callosas manos, extendió la botella, esta al coincidir con la luz solar fulguró como fuego en la sabana. Don Manuel Sucre se empinó la botella hasta la mitad, ni siquiera parpadeó, los ojos porcinos se entrecerraron más para mirar con recelo a Melecio, un salvo conducto a su desgastada pobreza.

-¡Oye! Muchacho, estás preparado, te pagaré bien tu trabajo. ¿Ya sabes? ¡Es una cosa de misterios! De esas que dan miedo ¡Pero bueno! Yo soy un hombre de bríos y no le temo ni al propio mandinga.

-Eso lo sé Sr. Yo lo ayudaré en su faena, si usted me paga bien ¡ya sabe! Necesito esa plata para poder comprar la hacienda a Doña Lucrecia, ella se va ¡sabe! Y si yo no lo hago, otro lo hará por mí.

-No te preocupes, solo te pido que no le digas esto a nadie, necesito que me des tu palabra de hombre, nuestra labor es un secreto.

-Usted sabe Sr. que yo soy hombre de palabra y honor, cuente conmigo para sacar su tesoro, ese que usted había heredado de su tatarabuelo Eutanacio Sucre. Quien usted dice que fue familia del General Antonio José de Sucre.

-Bueno hijo, toma estos cinco reales y un chelín para que te compres algo de licor, te espero a las 11 de la noche en la vuelta del ahorcado, más arriba, en Cerro Blanco, ahí mismito esta lo que desenterraremos de las entrañas de la tierra y mañana serás dueño de esa hacienda en que tanto sueñas y podrás casarte con la picara de Rosenda.

-¡Sr.!
-No digas nada, yo soy hombre de cuentos y caminos, he recorrido mucho mundo. ¡Bueno ya sabe que hacer!
-Si Don Manuel.

Don Manuel se aleja entre las calles, donde transitaban cochinos, perros, burros y gallinas. Marcelino lo vio alejarse, hasta que fue devorado por la espesura del camino del enmarañado sotobosque.

Son las 11:00 de la noche, se escucha el chirriar de los grillos y el canto del aguaitacamino, la montaña se ve tenebrosa, algunos aullidos de perros lastimeros interrumpen a veces el concierto de la noche.

Marcelino espera agazapado, oculto entre el follaje del camino, en una de sus manos porta un machete, el cual suelta chispas de níquel brillante al incidir el reflejo lunar en su filo limpio y amolado, en la otra una botella de Ron con apenas un dedo del tinto liquido rojizo, el licor era para agarrar brío y valentía en aquella noche espectral que se lo engullía todo en un santiamén. Un leve sonido de hojarascas secas al ser pisoteadas lo sobresalta, entrecierra los ojos intentando ver en aquellas tinieblas diabólicas y distingue algo que se acerca, es apenas un punto rojo ígneo por donde surge y se escapa un humo azulado, humarada que esfuma con la brisa helada. Al acercarse aquel ojo quizás producto de su imaginación, pudo distinguir la larguirucha silueta de Don Manuel Sucre.
-¡Don Manuel!
-¡Muchacho! ¡Con cuidado! Mira que en estos montes te puede picar una Cascabel o una Terciopelo.
-No se preocupe Sr. Yo estoy preparado. Las cuaimas me tienen miedo.
-¡Anja!
-¿Bueno donde empezamos?
-Tranquilo, sígueme, es allá en Cerro Blanco, tenemos que caminar una hora, estaremos allá exactamente a las 12:00 de la noche.

Don Manuel Sucre extrae del mapire un antiguo mechón y encendiéndole prosiguen el camino. Minutos después que llegan al sitio indicado por el difunto, en el silencio de la oscura noche, iluminados por el débil fulgor del mechón de kerosén, inician la excavación con picos y palas. Arduo es el trabajo por la endurecida piel del suelo montañoso, el sudor corre a raudales y se adhiere a las camisas embadurnadas con el barro rojizo y legamoso.

-Esto si esta hondo mi señor ¿No será esto un embuste de parte de su abuelo, perdone mi entremetimiento?

-¡Caramba muchacho! Menos palabrería y más trabajo. Yo creo que estamos cerca.

Interrumpen aquel corto dialogo para continuar con mas ahínco, hiriendo debilitados aquellas tierras malditas. Una brisa fría y húmeda se llevaba el eco de la sonoridad escabrosa del pico y la pala, apagando levemente la llama amarillezca de la lámpara de fabricación casera.

Hombres y paisaje se fundían con la triste luz de la farola, en la distancia algunos cantos de gallos pronosticaba el final de aquella noche y los ladridos de los perros exaltaban la premonición de la muerte.

-¡Aquí, aquí Don Manuel, aquí está!
-¿Donde que no veo nada?

Don Manuel se restriega los ojos y con la punta de la camisa se limpia bruscamente el sudor de la frente, perturbado ve el lumínico brillo del oro atrapado en el fondo de un triste tinajón deteriorado por el tiempo. La alegría lo invade, toma el oro en sus manos y limpia las monedas sobre la piel del pantalón humedecido, las muerde, las besa, las arroja hacia arriba como envuelto por una locura demencial y abrazando eufórico al muchacho le susurra suavemente al oído.
-¡Muchacho esto hay que celebrarlo!
Hala el mapire que se localiza al lado de aquella bóveda de tierra y extrae el “Cuartito de Ron” que había sido mezclado con veneno, lo destapa bruscamente y olvidándose del mejunje maldito e incitado por la emoción de la codicia y del oro que lo encandilaba, echa un poco del aguardiente sobre la madre tierra y exclama bullanguero:
-¡Este es para el difunto!
Y al culminar su empobrecido agradecimiento se bebe la mitad del líquido rojizo, después dirige alegre y bullanguero a Marcelino.
-¡Toma muchacho, brinda conmigo!
Marcelino toma deprisa aquella bebida demoníaca en su manos, cuando decide tomarla se detiene de súbito y queda congelado al observar que Manuel Sucre desorbita sus ojos, abre la boca de par en par por donde salía un humo azulado y grita espantosamente.
Manuel Sucre siente unos latigazos enfurecidos en el estomago y de repente se acuerda del ácido muriático que había mezclado con aquella bebida infernal.
¡Ayúdame muchacho, me estoy muriendo! Fueron sus últimas palabras antes de caer pesadamente en el mismo hueco que cavo con sus propias manos.
Marcelino arroja la bebida entre el follaje y tomando todo el tesoro huye despavorido, devorado por la espesura oscurecida.

Una ráfaga mortal se abatió en la alameda y el alma de Manuel Sucre se escapó como viento hacia el vació, la muerte se lo llevaba sin retorno al mismo infierno, donde lo esperaba con ansia el amo de las tinieblas.



No hay comentarios:

Publicar un comentario