EL MILAGRO DE LA CALLE LAS TABLITAS
Era una tarde de Domingo, tarde de sol de mono, una luz amarillezca reincidía en el ambiente y le daba un aspecto al paisaje monótono y entristecido.
El ambiente mortecino desprendía destellos filosos en las retinas de Nicolasa, melancólica miraba embelesada la llegada de los murciélagos errantes y los cocuyos de la noche. En sus manos temblorosas deshojaba un tierno capullo de cachupina Roja, mientras sus labios deducían amargados una indescriptible oración y un conglomerado de añoranzas locas.
Un gemido surgió lastimero de sus palabras rotas y el eco oscurecido de su quebrada voz se esparció sobrio entre su densa quimera. Por instantes despierta de su mágico éxtasis y deja fugar de su interior derrotado un dolor profundo. Algo sobresaltó su inquieta soledad y parpadeó suavemente para congelar en la retina el pasear de algunos autos fantasmas y la gente como seres imperceptibles.
Una brisa suave estremeció su piel y le hurtó su fragancia a hierba buena, esparciéndola en la lacónica agonía de su ansiedad sustanciosa. Sintió por momentos su decadencia social y vislumbró por instantes sus esperanzas, habitó incongruente en su vigilia amantísima enterrándose furtiva entre las memorias de su presente juventud y degustó con apasionada inquietud la jugarreta de su existencia corriente.
Cerró sus parpados y una lágrima brilló como ópalo de resina caliente en sus pálidas mejillas. Se acarició el encrespado cabello castaño y paulatina se removió el que fallecía sobre la frente, así quedó largo tiempo, absorta, inmóvil, queda, yaciente entre su silencio y soledad. Ensimismada dejó correr otras lágrimas, estas se escurrieron por la pequeña cadenita de oro, navegaron en la superficie deteriorada de la estampilla de José Gregorio Hernández y luego lerdas humedecieron el escote.
Algo se removió inmisericorde en sus entrañas, sintió que un dolor sobrehumano la embargaba, un amargo sabor a cáncer uterino le revolvió las ansias, le hastiaba el sentido de la vida, la doblegaba a sentir cándida el calor de las cosas de afuera y efímera como el viento temió desfallecer como el sol de mono y las hojas afiladas de sus retinas mojadas.
Un batir de alas negras se debatieron cerca de su rostro nacarado y una difracción irisada produjo reflejos díscolos en sus labios serenos, deliciosos, jugosos, sensuales, despertando en el rosado natural de su boca, vahos guturales convertidos en rica fragancia a Colgate Herbal, un amasijo de olores a manzanilla, salvia, mirra y eucaliptos frescos. En la profundidad lejana se oyó el canto lastimero de una piscua, un dejo de superstición se enarboló violento de sus latidos y temió a lo desconocido, sus ojos se cuajaron de lágrimas turbias.
Sin embargo, estaba allí, sola, tendida a los fracasos bruscos de su desidia ligera, pendida de una cuerda en el vacío de un precipicio sin fondo, hundida en su desgracia mortecina, muerta en cuerpo y vida, un lémur hermoso, poseedora de una piel con brillo de seda, de manos tersas y piernas hermosísimas, propias de una efigie Griega, y pensó morir hundida en su agonía misteriosa, el haz turbio de una aureola negra revoloteo paulatina en sus memorias y recordó las entrecortadas palabras del médico: Tienes un cáncer uterino, un fibroma en estado avanzado, te quedan pocos meses de vida, estas en estado desahuciado y si te operamos puedes morir en la operación, y las palabras del Brujo: tienes en tu cuerpo una extraña criatura que quema tu vientre, solo un milagro, ¡un milagro!.
Un milagro pensó, un milagro, solo un milagro y así quedó largo tiempo, ensimismada, absorta, trastocada por momentos de la mente. ¡Un milagro, solo un milagro! ¿Quién haría tal cosa? y sin pensar mucho tomó aquella estampilla que colgaba de su cadenita de oro, la humedeció de besos, lágrimas, sudor y llanto pérfido.
Fue esa noche oscura de luciérnagas tristes, mientras el silencio de la calle desencadenaba alguna cultura impugnada de circunstancias, Nicolasa Urbaneja dormía aletargada en su más profundo sueño y no sintió entrar en la habitación calurosa, a aquella presencia solitaria que se le acercó, no percibió la anestesia, el corte profundo, la sutura en la herida, el olor a alcohol, el remolino de ansiedad intrigante, el respirar del caballero de la noche perderse en las tinieblas del enigma. La operación había sido un éxito, el milagro se había consumado, en el cristal de las lágrimas noctámbula de Nicolasa.
Cuando se divulgó la noticia del milagro, se alertó la calle solitaria, los vecinos y familiares suspendieron los juegos de Domino, el bingo callejero y de las cartas. Un grito barrió ligero el ambiente pueblerino.
-¡Un milagro! ¡Ha ocurrido un milagro en la Calle las Tablitas!
Y así la vieron dormida dibujando una sonrisa en su hermosa tez blanquecina, descansaba de su dolor y furia resignada, soñaba con una nueva vida llena de siempre vivas, volar con su amor a otras islas de sueños y mojarlas con sus retinas de luz ígnea. Dichosa era rodeada por gasas ensangrentadas, lienzos blancos color de leche, suturas y bisturís brillantes como diamantes. En la calle una muchedumbre curiosa rodeó la Casa.
Mudos de asombros ante el hecho milagroso uno de los vecinos exclamó emocionado, lleno de complejidad admirable.
-¡la operó el Dr. José Gregorio Hernández! ¡Es un milagro! ¡Un milagro!
Mientras que un evangélico dijo horrorizado.
-Ese fue el mismísimo mandinga, para que la gente ignorante crean que los muertos salen.
Este milagro aconteció en la calle Las Tablitas, actual calle Sucre. Si visitan al pueblo pueden ir a la casa de la Sra. Isabel de Peroza y mientras ella le brinda un café negro, le pueden preguntar si esta historia es verídica.
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